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 Era como el primer rayo de sol en el día. El olor a lluvia en una tormenta de verano, ese olor puro que se te mete en lo más profundo de tu ser cuando respiras con fuerza. La primera estrella que divisas en el cielo al caer la noche en un cielo despejado. El perfume de las hojas del libro nuevo que acabas de comprar, y la emoción de que, aunque no has leído una palabra, sabes que te va a encantar. Era su forma de intercambiar mis lágrimas atoradas en la garganta por sonrisas cuando me abrazaba. Su forma de mirarme y amarme imperfecta. Y era él y los defectos que formaban su sonrisa, lo que yo amaba por entero.

EN EL LUGAR CORRECTO

 —¿Me olvidaste? —le preguntó con el corazón latiendo a mil por hora.

  Ella sintió que el aire abandonó sus pulmones, ante todas esas palabras que había detrás de aquella pregunta, palabras que él no se atrevía a decir en voz alta, pero ella siempre supo todo aquello que él se callaba con los labios, y gritaba con la mirada.

  Miró profundamente a la noche que guardaban sus ojos, y sintió que podía perderse en ella, y él ya estaba perdido en el océano azul de sus ojos, en realidad, lo estuvo desde el primer momento en que la vio. Oscuridad contra océano, luchando en una batalla de verdades, de palabras nunca dichas, de preguntas con miedo a la respuesta. Pero ella, por primera vez, no tenía miedo, la respuesta existía incluso antes de que hubiera pregunta. Olvidarle nunca fue una opción, lo supo desde el mismo instante de verle. Llevaba la oscuridad de sus ojos grabada a fuego en su memoria, el recuerdo de sus labios besando con ansia los suyos, tatuadas en su alma estaban las caricias que decían lo que ellos no podían, y la sonrisa, esa que sólo tenía para ella, estaba guardada bajo llave en su corazón. Olvidarle, nunca fue una opción.

—No podría haberlo hecho aunque quisiera. —contestó en un susurro. —Cada parte mí, lleva tatuado a fuego tu nombre, y desde aquel día, lo único que sueño, es que seas mío de nuevo.

  Vio el fuego en el negro de sus ojos, ese fuego que sólo ella veía, porque sólo estallaba cuando se moría por tenerla entre sus brazos. Ella sintió que el aire volvió a sus pulmones, pero había perdido la capacidad de respirar. Él se acercó a ella, y ella hizo lo mismo. Volviendo cada uno al lugar del que nunca debieron salir, los brazos del otro, sintiendo, por fin, que todo estaba en el lugar correcto.


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