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EL AMOR DE MI VIDA
Me miré en el espejo aquella mañana nada más despertar, y cuando vi mis ojos reflejados en el, todas las palabras de la noche anterior empezaron a retumbar en mi cabeza, cada palabra que dijeron, cada palabra que yo no había podido decir, ni aquel día, ni ningún otro de toda mi vida, no a mí misma al menos; y fue cuando me miré a los ojos en profundidad, perdiéndome en la noche de mi propia mirada, cuando comprendí lo que habían intentado decirme de mil maneras; y es que esas palabras, no importaba a quien se las dijera, y mucho menos el cómo o las veces, por que perdían valor si antes no me las decía a mí, si yo no sentía por mi misma lo que por otros decía sentir.
Con más de treinta años, había perdido la cuenta de las veces que las había dicho, también de cada vez que se quedaron al borde de mis labios sin llegar a salir, y a pesar de todo, de todas esas incontables veces que las había dicho, no recordaba que alguna de esas veces hubiera sido para mí.
Bajé lentamente la mirada a mis labios, esos que tantos besos habían repartido a multitud de personas a lo largo de mi vida, y me resultó extraño preguntarme, y a la vez responderme, cuando fue la última vez que mis labios besaron a la única persona cuyos labios no podrían probar nunca, y la respuesta fue que tal beso, jamás había existido, ¿tal vez estuviera mal visto? ¿Y si se confundía con otra cosa que no era ni parecido?
Pensativa, y con cada palabra, pregunta y respuesta resonando en mi cabeza, me seguí mirando al espejo. No lo entendía, y no lograba hacerlo por muchas vueltas que lo diera, la primera persona que se merecía escuchar mis “Te quiero”, recibir un beso de mis labios, incluso ser rodeada por mis brazos, nunca había tenido nada de eso. No lograba entenderlo, ¿cómo era posible?
Recordé cuántas veces regalé mis abrazos a lo largo de mi vida; en cuántas ocasiones, a veces en exceso, había regalado mis besos, incluso, en algunos momentos, se los regalaba a cualquiera, sin importar si le conocía o no, pero era aún más triste pensar a cuántas personas había regalado cada “Te quiero”, cuando algunas de ellas, no merecían ni una de las ocho letras.
Sonaba triste, pero ni siquiera podía poner un número de cuántas veces o a quien se lo había regalado, pero lo peor, fue ver que por muy triste que sonara, era real.
Y en ese momento, una solitaria lágrima empezó a recorrer mi mejilla con cierto matiz de verdad y tristeza; y con todo aquello revoloteando en mi interior, cerré los ojos, evitando así que la tristeza de algo tan cierto, me invadiera por completo. Los abrí con lentitud cuando las lágrimas ya no pugnaban por salir, y lo tuve claro cuando volví a perderme en mis ojos.
-Te quiero –susurré sin apartar la mirada de mi propio reflejo.
Resultó extraño, incluso absurdo, decir aquellas palabras al espejo, a mi reflejo, a mi misma, y en ese mismo instante, una pregunta se me pasó por la cabeza, ¿por qué me resultaba extraño decirme “Te quiero” a mi misma? ¿Acaso había alguien más importante que yo a quien dar mi amor? Creo que la respuesta surgió a la vez que la pregunta, y la verdad, nunca había estado tan clara, porque, evidentemente, no había nada malo en decirme a mi misma cosas bonitas frente al espejo.
Fue en ese preciso instante, cuando me di cuenta de que la tristeza que me invadía segundos antes, había desaparecido por completo, y la respuesta a eso, estuvo clara sin tener que haber pregunta.
No había tristeza porque ese “Te quiero” le sentía en cada parte de mí, cada célula de mi cuerpo respiraba esas palabras que habían salido de mis labios, para mí, y solo para mí. Y comprendí la segunda razón de por qué no había tristeza, y fue que me sentí completa, como nunca antes, y entendí el por qué de ese vacío, en mayor o en menor medida, pero siempre presente que había sentido desde que tenía memoria. Ese vacío existía por que durante toda mi vida estuve buscando en corazones ajenos el amor que yo no me daba, y desde el momento en que dije esas dos palabras de ocho letras, vislumbré un mundo totalmente distinto, porque, aun siendo importante, no era esencial el amor de los demás si yo misma me daba el mío, llenando así el vacio del pecho, con mi propio amor y no con el de los demás.
Entonces, me rodeé con mis brazos y me estreché con fuerza, cerré los ojos, y con una sonrisa en los labios, me besé en el hombro con dulzura, sintiendo el amor que yo misma me daba.
Me miré en el espejo de nuevo, y la tristeza había sido sustituida por una sonrisa y brillo en los ojos, comprendí, tal vez pronto, tal vez tarde, quien era el amor de mi vida.
Recordé todas aquellas veces en las que mucha gente, hasta yo misma en alguna que otra ocasión, había confundido amor propio con egocentrismo, y no pude evitar reírme en ese momento, al pensar lo absurdo que resultaba, porque ante todo, había una cosa infinitamente clara, algo así como una verdad absoluta; y es que solo una persona iba a estar conmigo cada mañana y cada noche, en los buenos tiempos, en los malos, en los peores, y en los inmejorables, cada segundo del día, durante el resto de mi vida; de todas las personas que podía llegar a tener en mi vida, solo había una que fuera a estar para siempre, y esa era yo; y si yo era la única persona, a la que incluso no podía dejar aunque no me gustara, ¿por qué iba a ser egocentrismo y no amor propio demostrarme lo mucho que podía llegar a quererme?
Comprendí también, que yo era la persona más importante en mi vida, y la única que, aún de forma inevitable, iba a estar de principio a fin, ¿por qué no gustarme si no hay opción de dejarme? ¿Por qué no quererme si voy a estar conmigo hasta el último día? Al fin y al cabo, yo soy el amor de mi vida.
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